sábado, 19 de septiembre de 2009

Leímos para usted

Renato Lechuga García

Gestionador y Planificador Territorial

La Ceiba Ceiba pentandra

¿De quién es la naturaleza?

Sobre la reapropiación social de los recursos naturales

Enrique Leff*

* Coordinador de la Red de Formación Ambiental para América latina y el Caribe, PNUMA.

Leff analiza los obstáculos a los que se enfrentan los intentos actuales por internalizar a la naturaleza dentro de la racionalidad económica y critica sus supuestos alcances. Frente a lo que denomina la inconmensurabilidad de la naturaleza plantea un paradigma sustentable y sostenible que resulta de la articulación de procesos ecológicos, tecnológicos y culturales, perspectiva que le permite abordar l a interpretación de los movimientos ambientalistas.

Los costos ambientales y el valor de la naturaleza

La sobreexplotación de los recursos y la degradación del ambiente son el resultado de la racionalidad económica que ha desterrado a la naturaleza del campo de la producción. En este sentido, la acumulación de capital ha venido destruyendo las bases ecológicas de la producción y reclama ahora el propósito de internalizar los valores y potenciales de la naturaleza para generar un proceso de desarrollo sustentable y sostenido.

La economía ambiental (la economía neoclásica de los recursos naturales y de la contaminación) supone que el sistema económico puede internalizar los costos ecológicos y las preferencias de las generaciones futuras, asignando derechos de propiedad y estableciendo precios de mercado a los recursos y servicios ambientales.

Sin embargo la reintegración de la naturaleza a la economía se enfrenta al problema de traducir los costos de conservación y restauración en una medida homogénea de valor. La valorización de los recursos naturales está sujeta a temporalidades ecológicas de regeneración y productividad que no corresponden a los ciclos económicos ni a procesos sociales y culturales que no pueden reducirse a la esfera económica. Así, la internalización de los costos ecológicos y de las condiciones ambientales de la producción implica la necesidad de caracterizar a los procesos sociales que subyacen al valor de la naturaleza.

No existe un instrumento económico, ecológico o tecnológico de evaluación con el cual pueda calcularse el "valor real" de la naturaleza en la economía. Contra la pretensión de reducir los valores diversos del ambiente a una unidad homogénea de medida, William Kapp (1983) advirtió ya desde 1970 que en la evaluación comparativa de la racionalidad económica, energética y ambiental intervienen procesos heterogéneos, para los cuales no puede haber un denominador común. Más allá de la imposibilidad de unificar esos procesos materiales heterogéneos, la economía misma se ha quedado sin una teoría objetiva del valor (Leff, 1980). Los costos ambientales y la valorización de los recursos naturales ya no son determinados de manera "objetiva" y cuantitativa en la esfera económica, sino que dependen de percepciones culturales, derechos comunales e intereses sociales. Las estrategias de poder por la apropiación de la naturaleza que movilizan a la sociedad se están transformando en una fuerza política, reflejándose finalmente en la economía como precios de los recursos y costos ambientales.

El movimiento ambiental no sólo transmite los costos ecológicos hacia el sistema económico como una resistencia a la capitalización de la naturaleza, a través de una lucha social para mejorar las condiciones de sustentabilidad y la calidad de vida, sino que conlleva un proceso de reapropiación de la naturaleza por la sociedad. Este movimiento social no solamente incrementa los costos ecológicos del capital, sino que también reduce la parte de la naturaleza que podría ser apropiada por el capital.

El ambientalismo está planteando la descentralización del proceso de desarrollo y un "descentramiento" de las bases mismas del proceso productivo. Desde esta perspectiva, no se trata de resolver la contradicción entre conservación y desarrollo internalizando las condiciones ecológicas para un crecimiento sostenido de la economía, sino de repensar el ambiente como un nuevo paradigma productivo que integre a la naturaleza y a la cultura como fuerzas productivas (Leff, 1993). En esta perspectiva la naturaleza aparece como un medio de producción y no sólo como insumo de un proceso tecnológico, como un objeto de contemplación estética y de reflexión filosófica. El ambiente emerge como un sistema complejo, objeto de un proceso de reapropiación (Leff, 1994).

La sustentabilidad del crecimiento económico no pasa tan sólo por la determinación de normas ecológicas que debieran ser respetadas por el sistema económico y la adopción de los principios de interdependencia y coevolución entre procesos culturales, ecológicos y tecnológicos para lograr un uso más racional de los recursos naturales. Al carecer de instrumentos de análisis adecuados para dar cuenta de la especificidad de estos procesos, de los que depende la valorización y la transformación de la naturaleza, la economía no puede evaluar las condiciones de sustentabilidad de la producción.

Las condiciones ecológicas y comunales de la producción aparecen como el soporte de una nueva racionalidad productiva, donde se entretejen de manera sinergética procesos de orden natural tecnológico y social para generar un potencial ecotecnológico que ha quedado oculto por el orden económico dominante.

La economía ecológica y la capitalización de la naturaleza

El concepto de distribución ecológica ha sido propuesto para abordar la cuestión de la desigual carga social de los costos ecológicos y el reparto de los potenciales ambientales. Sin embargo este concepto se ha mantenido dentro del núcleo de la racionalidad económica dominante, reduciendo el problema a una repartición más justa de los costos ecológicos del crecimiento. Sin embargo esta cuestión va más allá de la posible ecuación de costos y beneficios en el uso de los recursos ambientales dentro de la actual racionalidad económica (antiecológica).

La economía ecológica ha contribuido a desenmascarar la pretensión de la economía dominante de valorizar a la naturaleza como capital. Sin embargo la sustentabilidad tampoco puede evaluarse midiendo simplemente los flujos de masa y energía de los procesos productivos. El propósito de cuantificar la cantidad de masa y energía que se consume y se degrada en el proceso productivo -el throughput- (Hinterberger y Seifert, 1995), sin duda puede ser útil para el diseño de tecnologías más limpias, pero no puede dar cuenta de los procesos reales de apropiación y manejo de los recursos de los que depende en última instancia su sustentabilidad ecológica y social. El análisis del throughput puede convertirse en un instrumento para medir los componentes (inconmensurables en otros términos) de masa y energía que entran y salen, que se degradan y reciclan en el proceso productivo; pero no puede dar cuenta de las estructuras ecológicas y tecnológicas que determinan las condiciones que hacen que mejore o se degrade el estado de conservación y la productividad de un ecosistema y de un proceso ecotecnológico de producción.

La economía ecológica aborda los procesos económicos y ecológicos como dos sistemas interdependientes. El ambiente es conceptualizado en términos de las normas ecológicas que deben ser internalizadas por el sistema económico y como la distribución de derechos de contaminación del ambiente. El ambiente aparece así como un límite y un costo, no como un potencial productivo. Desde una perspectiva tecnológica el proceso económico es criticado por su ineluctable tendencia hacia la muerte entrópica (Georgescu-Roegen), o es liberalizado por su capacidad de desmaterializar la producción, resolviendo así el problema de la degradación ambiental y la amenaza de la escasez de recursos para un crecimiento sostenido. La economía ecológica aporta así una importante crítica sobre los fundamentos de la economía y avanza propuestas para la regulación ecológica de la economía y la desmaterialización de la producción; pero no ofrece una teoría para fundar la producción sobre nuevas bases. La economía ecológica no ofrece criterios suficientes para dirimir los conflictos socios ambientales que están en la raíz de la distribución ecológica () y que se manifiestan como una lucha de intereses entre naciones y grupos sociales por la apropiación de la naturaleza. El definir la sustentabilidad desde los principios de equidad y democracia abre perspectivas sociales más amplias que el simple reverdecimiento de la economía a través del cálculo de los costos de la preservación y restauración ambiental.

Las perspectivas sociales de la sustentabilidad no están fraguando en una nueva ciencia, sino en procesos sociales que cuestionan tanto la racionalidad económica dominante como a la razón científica que se erige en principio de legitimización de los intereses ambientales .El movimiento ambiental está generando nuevas teorías y nuevos valores que orientan la acción social hacia la construcción de una nueva racionalidad productiva.

Inconmensurabilidad y productividad del ambiente

El principio de inconmensurabilidad de los diferentes procesos que caracterizan a un sistema socio ambiental, toma un sentido más amplio y concreto en la perspectiva de un nuevo paradigma productivo. El ambiente aparece así como un sistema productivo, fundado en las estructuras funcionales de los ecosistemas y sus condiciones de estabilidad y productividad. Un productividad ecotecnológica sustentable y sostenible resulta de la articulación de procesos ecológicos, tecnológicos y culturales que determinan las formas de apropiación y transformación de la naturaleza. Esta racionalidad ambiental no se construye de arriba hacia abajo, como un proceso de planificación que impondría a las comunidades y las naciones las leyes de un nuevo orden ecológico global. Este nuevo paradigma productivo está fundado en bases geográficas, ecológicas y tecnológicas, pero funciona a través de la incorporación de esos principios y potenciales que permiten la autogestión del proceso productivo. La construcción de este nuevo orden social está guiada por valores culturales diversos y se enfrenta a intereses sociales contrapuestos; su proceso se entreteje en relaciones de poder por la reapropiación de la naturaleza y por la construcción de nuevos estilos de desarrollo.

Es al nivel de las comunidades de base donde los principios del ambientalismo toman todo su sentido en términos de diversidad y de participación, y donde puede concebirse la construcción de esta nueva racionalidad productiva. Este proceso lleva a sus últimas consecuencias el principio de inconmensurabilidad al plantear la irreductibilidad y especificidad de los procesos materiales y de las diversas formas de significación cultural que definen al potencial ambiental del desarrollo. No existe pues una medida cuantitativa y homogénea que pueda dar cuenta de estos procesos diferenciados de los que depende una producción sustentable y sostenible de valores de uso y medir sus efectos en la calidad de vida definida por diferentes normas y valores culturales.

La producción ya no se reduce a una medida de masa y energía ni a un cálculo cuantitativo de valor (de un quantum de tiempo de trabajo socialmente necesario). Es resultado de la articulación de la productividad ecológica, tecnológica y cultural; del balance de la producción nieguen trópica de biomasa a través de la fotosíntesis; y de la producción de entropía generada por la transformación tecnológica de la materia y la energía en los procesos productivos. En esta perspectiva el desarrollo sustentable encuentra sus raíces en las condiciones de diversidad ecológica y cultural. Esos procesos materiales singulares y no reductibles, dependen de las estructuras funcionales de los ecosistemas que sostienen la producción de recursos bióticos y servicios ambientales; de la eficiencia energética de los procesos tecnológicos; de los procesos simbólicos y las formaciones ideológicas que subyacen la valorización cultural de los recursos naturales; a los procesos políticos que determinan la apropiación de la naturaleza.

Equidad y justicia en la apropiación de la naturaleza

La crisis ambiental ha puesto de relieve el problema de la internalización de las condiciones ecológicas para un desarrollo sustentable. Sin embargo la sustentabilidad ecológica no sólo entraña la preservación de la naturaleza, sino que su degradación o sus potencialidades están vinculadas indisolublemente a procesos sociales y culturales. Así, la degradación del ambiente genera un círculo perverso de pobreza que a su vez acentúa el deterioro ecológico; la conservación y el uso sustentable de los recursos implica una gestión participativa en su manejo productivo; el control de emisiones contaminantes conlleva un cuestionamiento de la distribución ecológica y social de los costos ambientales.

El principio de equidad es pues indisociable de los objetivos del desarrollo sustentable; y más que una cuestión de solidaridad diacrónica, es decir, de un compromiso con los derechos de las generaciones futuras de disponer de recursos para su sustento y desarrollo, se trata de un principio de equidad intrageneracional, es decir, del acceso de los grupos sociales actuales a los recursos ambientales del planeta.

El problema de la reapropiación social de la naturaleza va más allá de las posibilidades de resolver el conflicto de la inequidad ecológica mediante una repartición más justa de los costos de la degradación y contaminación ambiental, una mejor evaluación del stock de recursos dentro de las cuentas nacionales y una mejor distribución del ingreso. Es decir, no se trata de un problema de evaluación de costos y beneficios dentro de las formas actuales de explotación y uso de la naturaleza y de la pretensión de resolver la cuestión de la distribución ecológica mediante la asignación de precios y la designación de formas adecuadas de propiedad de los recursos.

Las condiciones de existencia de las comunidades pasan por la legitimación de los derechos de propiedad de las poblaciones sobre su patrimonio de recursos naturales y de su propia cultura, y por la redefinición de sus procesos de producción, sus estilos de vida y los sentidos de su existencia. Así, las luchas sociales por la reapropiación de la naturaleza van más allá de la resolución de los conflictos ambientales a través de la justa valorización económica de la naturaleza y la concesión de derechos sobre el uso de los recursos.

En este sentido el ecologismo radical cuestiona al derecho como instrumento para dirimir la cuestión de la desigualdad y la justicia social.

"El propio concepto de derechos se está volviendo sospechoso como expresión protectora de una élite que otorga y niega "derechos" y "privilegios" a inferiores. Una lucha contra el elitismo y las jerarquías está reemplazando la lucha por los "derechos" como el objetivo principal. Ya no es más justicia lo que se demanda, sino libertad" (Bookchin, 1971:16-17).

Este planteamiento parece estarse confirmando con las nuevas reivindicaciones de los grupos indígenas, con sus luchas por la dignidad, la autonomía, la democracia, la participación y la autogestión -y no sólo por la justicia en términos de una mejor distribución de los beneficios derivados del modo de producción, el estilo de vida y el sistema político dominante-, demandas que resultan más concretas que la lucha por la libertad en abstracto.

La democracia ambiental cuestiona así la posibilidad de alcanzar una justicia en términos de la conmensurabilidad y equivalencia de ciertos derechos de propiedad sobre los recursos en asuntos definidos a través de intereses muchas veces opuestos de diversos grupos sociales en torno a la naturaleza.1 De esta manera puede surgir una desigualdad entre iguales en una sociedad que trata a todos como jurídicamente iguales.

La reapropiación de la naturaleza plantea un principio de justicia en la diversidad, que implica la autodeterminación de las necesidades, potenciales y proyectos alternativos de desarrollo; de los procesos de autonomía y autogestión que definen las condiciones de producción y las formas de vida de diversos grupos culturales de la población con relación con el manejo sustentable de su ambiente.

No es que los movimientos sociales ambientalistas se sitúen por encima de la ley, sino que los derechos humanos van ganando a través de procesos de cambio social que transforman la norma establecida por el sistema de regulación jurídica de la sociedad. Y es esto lo que está sucediendo con los nuevos derechos indígenas y ambientales, que van generando sus condiciones de legitimación dentro del marco de legalidad prevaleciente, pero cuestionándolo y ampliándolo para dar cauce a sus demandas y reivindicaciones sociales.

La equidad no puede ser definida en términos de un patrón homogéneo de bienestar, de la repartición del stock de recursos disponibles y la distribución de los costos de la contaminación del ambiente global. La equidad tiene que ver con la eliminación de los poderes dominantes sobre los derechos de la autonomía de los pueblos, pero también con apropiación de potenciales ecológicos de cada región, mediados por los valores culturales y los intereses sociales de cada comunidad.

Desde esta perspectiva, el problema de la valorización de la naturaleza va más allá de la inconmensurabilidad de los diferentes procesos de orden físico, biológico y social, a través de un patrón homogéneo de medida de los valores de la naturaleza y de los flujos de materiales y energía en los procesos productivos y su "metabolismo" con la naturaleza. La producción sustentable de valores de uso depende de los estilos culturales y los intereses sociales que definen las formas de apropiación, transformación y uso de los recursos, que se establecen a través de relaciones de poder entre el mercado y las sociedades no mercantiles.

Derechos humanos y luchas sociales por la reapropiación de la naturaleza

El ambientalismo se está redefiniendo por los principios de la sustentabilidad, la autogestión y la democracia, más allá de los valores del conservacionismo y el biocentrismo. En las luchas culturales se están asociando con reivindicaciones por el acceso y la apropiación de la naturaleza en los que subyacen estructuras de poder, valores culturales y estrategias productivas alternativas. Así, la distribución ecológica no sólo se refiere a la igualdad de derechos de la humanidad a poblar el planeta, consumir energía y descargar desechos al ambiente común, en un planeta donde un habitante del Norte consume 40 veces más energía y recursos naturales que la población promedio de los países del Sur.

El desplazamiento de los derechos humanos tradicionales hacia los derechos ambientales rebasa los derechos jurídicos de igualdad entre los hombres -que incluyen a los derechos universales a la salud y a la educación- hacia los derechos a autogestionar sus condiciones de existencia, lo que implica un proceso de reapropiación de la naturaleza como base de su supervivencia y condición para generar un proceso endógeno y autodeterminado de desarrollo (Moguel et al., 1992; Leff, 1995).

Ello lleva a plantear la pregunta crucial: ¿A quién le pertenece la naturaleza? ¿Quién otorga los derechos para poblar el planeta; para explotar la tierra y los recursos naturales; para contaminara el ambiente? ¿Se trata de una decisión que cae de las alturas del poder sobre la gente como la fatalidad de una ley natural, o es la movilización de los pueblos lo que genera el poder para redistribuir los costos ecológicos y los potenciales de la naturaleza?

La reapropiación de la naturaleza trae de nuevo la cuestión casi olvidada de la lucha de clases, esta vez no por la apropiación de los medios industrializados sino de los medios y las condiciones naturales de producción. Pero a diferencia de la apropiación de los medios de producción, guiada por una concepción unidimensional del desarrollo de los medios técnicos de producción y de las fuerza naturales constreñidas por la tecnología, el ambientalismo plantea la apropiación de la naturaleza dentro de un nuevo concepto de producción que orienta estrategias alternativas de uso de los recursos.

Frente a la desposesión y marginación de grupos mayoritarios de la población, y a la ineficacia del Estado y de la empresa para generar y proveer los bienes y servicios básicos, la sociedad emerge reclamando su derecho a participar en la toma de decisiones en las políticas públicas que afectan sus condiciones de existencia y en la autogestión de sus recursos productivos.

Estos movimientos se están fortaleciendo con la legitimación de un discurso emergente sobre democracia.

En el terreno del ambiente los nuevos derechos humanos están incorporando la protección de los bienes y servicios ambientales comunes de la humanidad, así como el derecho de todo ser humano a poder desarrollar plenamente sus potencialidades; poco a poco las luchas de las comunidades por sus autonomías locales y regionales van reivindicando el derecho a autogestionar el manejo productivo de sus recursos naturales. Los nuevos derechos humanos se están ampliando de los derechos culturales (espacios étnicos, lenguas indígenas, prácticas culturales), hacia demandas políticas y económicas de las comunidades que incluyen el control colectivo de sus recursos, la autogestión de sus procesos productivos y la autodeterminación de sus estilos de vida. Estos nuevos movimientos sociales tienen fuertes implicaciones en la redefinición de los derechos de propiedad y las formas concretas de posesión, apropiación y aprovechamiento de los recursos naturales.

La apropiación y manejo de la biodiversidad se está convirtiendo en un ejemplo paradigmático.

Las estrategias de las empresas transnacionales de biotecnología para apropiarse el material genético de los recursos bióticos se oponen a los derechos de las poblaciones indígenas de los trópicos sobre su patrimonio de recursos naturales. Esta cuestión no puede resolverse a través de una compensación económica, no sólo por la imposibilidad de valorizar dicho patrimonio de biodiversidad (resultado de siglos de coevolución) por el tiempo de trabajo invertido en la preservación y producción del material genético, por el valor actual de mercado de los productos, o por el futuro potencial económico. La cuestión crucial en torno al dilema de la biodiversidad es: o la apropiación de la naturaleza por el capital a través de los derechos de propiedad intelectual, o la legitimación de los derechos de los pueblos indígenas para reapropiarse su patrimonio de recursos naturales y culturales que han dado por resultado una biodiversidad, efecto combinado de la evolución biológica y las formas culturales de selección de especies y uso de los recursos (Hobbelink, 1992; Maratínez -Alier, 1994).2

Autonomía, autogestión y democracia

La equidad en el marco de la sustentabilidad no se resuelve a través de la asignación de derechos de propiedad por parte del Estado para que la naturaleza tenga un precio y pueda ser regulada por el mercado. Los derechos de propiedad se definen a través de movimientos sociales por la apropiación de la naturaleza y a través de prácticas alternativas de uso de los recursos. Estas dependen de condiciones culturales y sociales diferenciadas que no pueden ser reemplazadas por un patrón general homogéneo de uso de los recursos (la capitalización de la naturaleza guiada por el mercado).

La posibilidad real de erradicar la pobreza y mejorar la calidad de vida de las poblaciones indígenas depende de las condiciones de acceso, manejo y control de las comunidades de sus recursos productivos. Así, el principio de gestión participativa de los recursos se integra a las nievas luchas por la democracia. Esta democracia desde las bases -democracia en el proceso productivo más allá de la esfera de la representación política- apunta hacia una apropiación de los recursos naturales y hacia la gestión colectiva de los bienes y servicios ambientales de las comunidades.

En este sentido, algunos de los nuevos movimientos sociales en las áreas rurales de América Latina van más allá de las reivindicaciones tradicionales en la esfera económica (el empleo, mejores salarios y una mejor distribución de la riqueza), o en la esfera política (por una mayor pluralidad y participación en la toma de decisiones y en el sistema institucionalizado de partidos), o en la esfera cultural (por la defensa de valores culturales y la diversidad étnica). Los movimientos rurales emergentes no sólo se unifican por su rechazo a las políticas neoliberales que generan explotación económica, marginación política, segregación cultural y degradación de la naturaleza. No luchan tan sólo por una mayor equidad y participación dentro del orden establecido, sino por la construcción de un nuevo orden social.

Estas son luchas sociales por la democracia movilizan la construcción de un nuevo orden político y un nuevo paradigma productivo. Aunque este germen ambientalista no siempre aparece claramente en las estrategias discursivas de estos movimientos populares emergentes –centrados en luchas por la dignidad y la autonomía de las comunidades indígenas y campesinas; por la democracia como condición para la reapropiación de sus medios culturales y ecológicos de producción-, muchos de ellos expresan demandas por la revalorización de sus prácticas tradicionales de uso de sus recursos y por la autogestión de procesos productivos, como parte de sus principios de autonomía (Instituto Indigenista Interamericano, 1990).

El desarrollo sustentable, en esta perspectiva, va más allá del propósito de capitalizar a la naturaleza y de ecologizar el orden económico; es decir, pasa por la socialización de la naturaleza y el manejo comunitario de los recursos fundados en principios de diversidad ecológica y cultural. En este sentido la democracia y la equidad se redefinen en el campo de la sustentabilidad en términos de los derechos de propiedad y de acceso a los recursos, es decir, de las condiciones de reapropiación del ambiente.

Así, las luchas de las sociedades campesinas e indígenas se están renovando. Ya no sólo reivindican sus derechos tradicionales. Hoy la lucha por sus identidades culturales, sus territorios étnicos, sus lenguas y costumbres, está entretejida con la revalorización de su patrimonio de recursos naturales y culturales, que conforma el ambiente que han habitado y dónde se han desarrollado históricamente, para reapropiarse su potencial productivo y orientarlo hacia el mejoramiento de sus condiciones de existencia y de su calidad de vida, definidas por sus valores culturales y sus identidades étnicas.

Notas

1. "La justicia es la demanda de equidad por un "juego justo" y una repartición de los beneficios de la vida que sean conmensurables con la contribución de cada quien. En palabras de Thomas Jefferson "(la justicia)" es igual y exacta...basada en el respeto al principio de equivalencia..."(Bookchin, 1990:96-98).

2. En este sentido los pueblos de las florestas amazónicas han planteado la autogestión de reservas extractivistas; en México, el establecimiento de la reserva campesina de biodiversidad de Los Chimalapas está conduciendo a las comunidades a luchar por la regularización de la propiedad de sus tierras y a ejercer un control efectivo sobre el uso de sus recursos. La inscripción de las comunidades indígenas y campesinas en el marco de la globalidad está llevando a importantes luchas de resistencia y un proceso de reubicación en el mundo de la postmodernidad. Los pueblos y comunidades está resignificando el discurso de la democracia y de la sustentabilidad para reconfigurar sus estilos de etno-eco-desarrollo. Esto habrá de desencadenar movimientos inéditos por la reapropiación y autogestión productiva de la biodiversidad, que representa el hábitat en el que ha evolucionado la cultura de estas comunidades y donde habrán de defini r sus proyectos futuros de vida.

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