¿Has visto un muerto?
No un muerto cualquiera, más bien un “matado”, uno de los 17 asesinatos que se cometen a diario en Guatemala. ¿Lo has visto? Cuando yace en el suelo, apenas tapado por nailon o en la camilla de los bomberos. La pregunta la responden niños de tercero a quinto primaria de escuelas de zonas rojas.
Por: Marta Sandoval msandoval@elperiodico.com.gt
“La sangre le salía por aquí”, explica María, mientras se toca la yugular, “sí, cuando les dan ahí sale la sangre como en chorrito”, interrumpe Daniela, y los demás asienten con la cabeza, casi todos saben cómo sale la sangre por un agujero de bala, cómo se va derramando la vida poco a poco, hasta extinguirse. Lo saben porque lo han visto y no en la televisión.
“Cuando les puyan la panza luego se les mancha toda la ropa, yo una vez vi uno que llevaba una camisa blanca y en un ratito ya era roja”, comenta Carlos mientras lanza una pelota contra el suelo. La conversación tiene lugar en un aula de 5to. primaria de la escuela Niñas Guías de Noruega, en Mixco, y quienes conversan no tienen más de 11 años. Son niños.
Niños que viven demasiado cerca de la muerte, que ya saben a qué huele, y a quienes ya no se les eriza la piel cuando, en su paso hacia clases, encuentran un corro de gente viendo un cadáver. Lejos de asustarse, se abren paso entre los curiosos, y descubren un espectáculo que otros niños sólo verían en el cine.
Visité varias escuelas en áreas rojas para preguntarles a los niños qué sentían ante la violencia. Antes de cuestionarlos, les aseguré que no pretendía investigar ningún crimen y que no debían decirme si conocían a los victimarios, que mi intención no era hallar culpables, sino saber cómo crecían los niños en la Guatemala del año 2010. De 170 niños cuestionados 134 dijeron que sí, que habían visto un muerto y no sólo uno, varios, y lo que asusta más: habían presenciado sus muertes. En las escuelas primarias de la colonia Carolingia, el Milagro y la aldea Sacoj, casi todos los alumnos tienen una historia de violencia qué contar.
¿Qué pasa con estos niños?, ¿cuáles son los daños psicológicos que sufren?, ¿qué va a pasar con ellos en el futuro?
“La exposición a la violencia, por el medio que sea, tiene un impacto en salud mental y en la conducta de las personas en general, pero particularmente en los niños”, explica Marco Garavito, de la Liga por la Higiene Mental. “Ese es un hecho que no necesita investigarse, está suficientemente evidenciado”.
“En la medida en que uno se acostumbra a la violencia, la reproduce. Llegan a considerar que es algo normal, algo natural. Es tan común que se va entendiendo que es parte de la naturaleza humana y de la vida y entonces hay un proceso de reproducción de la violencia. Creo que eso queda completamente claro al ver cómo el ejercicio de la violencia se ha multiplicado en este país. Y atrás de ese acostumbrarse se va gestando un proceso de deshumanización”, comenta Garavito. En marzo de 2009, un grupo de menores recluidos en el correccional Los gorriones, asesinó a su profesor de inglés. Le arrancaron el corazón y después bailaron. Es evidente que estaban completamente deshumanizados.
Tras la cinta amarilla
Han asesinado a un taxista. Su cuerpo quedó tendido en la calle a unos pasos de su vehículo. La Policía ya acordonó la zona con una cinta amarilla que dice “escena del crimen”. La gente se agrupa alrededor, la detiene ese pedazo de plástico, pero hay dos niños pequeños que pasan perfectamente por debajo, la cinta no les impide acercarse. Y no dudan en entrar y agacharse para ver bajo la lona que le lanzaron con descuido al cuerpo. La escena es “normal”, siempre que hay un muerto hay niños curiosos cerca.
Les pregunté a los niños qué hacían cuando veían que había un muerto en la calle. La mayoría, 129 niños, dijo que se acercaban a verlo. ¿Por qué se acercan?, cuestioné, y una niña saltó a darme la respuesta: “para ver que no sea mi papá”.
Los demás estuvieron de acuerdo, su principal intención es cerciorarse de que el fallecido no sea uno de sus padres o sus hermanos. Porque ellos ya saben que el próximo puede ser cualquiera, incluyendo a las personas que más aman.
“Llega la Policía y pone el cordón amarillo para proteger la escena de crimen, pero no para proteger al ciudadano”, lamenta Garavito. “El cordón lo ponen a metro y medio del cadáver, ¿por qué no a 30 metros?, porque no tienen la concepción de proteger a las personas. Hay mecanismos tan simples que se pueden usar para no verse tan expuesto al tema de la violencia”, agrega. En Londres, por ejemplo, la Policía clausura la cuadra entera donde se cometió el crimen, de modo que nadie, por más que alargue el cuello, podrá ver el cadáver. Sólo pasan los familiares o los detectives. ¿Se hace tráfico? Sí, seguro, pero nadie va a sufrir un trauma por pasar unas horas en un atolladero de carros. Por ver un cadáver, puede que sí.
“Los patojos que están tras el cordón amarillo viendo el muerto, se han deshumanizado y eso va a traerles consecuencias”, explica Garavito.
Una de las maestras suelta en llanto mientras habla del miedo con que viven sus alumnos. Está preocupada porque teme que los pequeños que hoy están en su clase, mañana le pidan la extorsión. “¿Qué vamos a hacer para salvar a nuestros niños?”, pregunta mientras busca en su bolsillo un pañuelo, ¿qué vamos a hacer? Repite y no encuentra la respuesta.
“Hay que entender que el fenómeno de la violencia sólo se va resolver generacionalmente”, piensa Garavito. “Aquí no es porque venga un político que diga que en cien días acabó la violencia, o el 14 a las 14. Hay que tener la concepción de que el tema es generacional y hay que hacer una gran inversión en las nuevas generaciones porque es ahí donde se puede romper el ciclo”. La Liga Guatemalteca de Higiene Mental ha desarrollado varias campañas con niños para sensibilizarlos ante la violencia. Bajo el lema “nadie nace violento” les han hecho ver a los menores que la violencia es una elección y no una obligación.
Cuando se les pregunta a los niños si la violencia es normal, la clase de quinto primaria responde a coro que sí. “Es normal porque pasa todos los días”, dicen un niño y ninguno de sus compañeros les objeta. Se quedan un rato en silencio hasta que una niña, tímida al final del salón levanta la mano. Le cuesta hablar y evade las miradas de sus compañeros, por fin suelta: “que sea normal no quiere decir que sea bueno”. Un profundo silencio invade la clase, se han quedado pensándolo.
Pero no sólo los niños que viven en zona roja están en riesgo. “Todos los niños en nuestro país están expuestos a vivir la violencia” comenta Sara Pereira, psicóloga especialista en niños, “desde los medios de comunicación que lo muestran, hasta los comentarios que escuchan en su círculo, que si a alguien le robaron el celular, que si mataron a alguien. Eso hace que el efecto traumático aumente en nuestra población. Yo he recibido muchos casos de niños con efectos traumáticos porque a sus papás los han asaltado o porque algún familiar ha sido afectado. El niño puede llegar a sentir mucha ansiedad y mucha angustia al percibir que la violencia se puede acercar a su familia. Eso va generando muchísimos temores y puede presentar síntomas como pesadillas, bajo rendimiento escolar o decaimiento”. Pereira recuerda un caso que atendió, un pequeño que presenció cómo en un semáforo un hombre en moto le ponía una pistola en la sien a su padre. El asaltante se fue luego de que le entregaran el teléfono celular, pero el niño no pudo dormir bien por mucho tiempo. Apenas se recuperaba cuando asesinaron a un hombre en el centro comercial donde paseaba con su familia.
La familia, único escape
Como la abuela estaba de visita en casa decidieron ir a comprar un pastel. Lady se emocionó con la idea, buscó un suéter y salió acompañada de su tía, su abuela y su hermano menor, rumbo a la pastelería. Compraron un pastel de chocolate y volvieron a casa contando chistes.
De regreso vieron a un hombre bebiendo atol, estaba sentado en la acera, con la espalda recostada en la pared y las piernas extendidas, impidiéndoles el paso. “Debe estar bolo”, les dijo la abuela y decidieron pasar por delante. Fue justo en ese instante cuando una moto aceleró, no la vieron venir, sólo sintieron el sonido de las balas taladrando sus oídos. La abuela le dio un empujón a Lady que rodó calle abajo, y la tía se lanzó encima del niño. Fueron segundos de confusión, el hombre que estaba tomando el atol terminó baleado. La abuela tenía sangre en el brazo, y la tía en un hombro. Las habían rozado las balas. Cuando Lady se levantó, vio el pastel de chocolate destrozado en el pavimento. Su abuela le gritó que levantara a su hermano y corriera a casa. Llegó empapada en llanto a pedirle a su papá que llamara una ambulancia.
No entendía cómo un momento de alegría con la familia terminó tan mal.
Desde entonces Lady no puede dormir bien. Se despierta por las noches y siente su cabeza hervir. Despierta a su madre y le dice que tiene miedo, la mamá sólo la abraza, es lo único que puede hacer. A sus nueve años Lady tiene miedo de salir de casa, de que su mamá salga y de que su padre vaya a trabajar. Su abuela y su tía están bien, fue un susto, pero Lady no deja de pensar en que estuvieron muy cerca de la muerte.
“Los niños en Guatemala perciben la muerte como un evento traumático que depende de otros, que no depende ni de la naturaleza ni de la vida, sino de otros”, explica el psiquiatra Rodolfo Kepfer. “Eso crea una cultura de tanatofobia, que maneja una fobia a la muerte. Se crea la idea de que la muerte está por todos lados, pero que yo también la puedo contrarrestar con medios violentos. Primero lo hacen por medio de la fantasía o de los juegos violentos. Pero un infante de 7 u 8 años, que empieza a despertar tendencias agresivas, las experimenta como algo que sólo puede manejarse con la muerte”, agrega.
Muchos de los niños entrevistados contaron que la muerte les daba miedo, que oír disparos les producía terror. Y ese miedo se puede contrarrestar al sentir que son ellos quienes deciden quién muere, el miedo también se puede enfrentar empuñando una pistola y ese es un riesgo muy grande para la sociedad. Garavito recuerda a una madre confesarle que fue ella misma la que aconsejó a su hijo para que se metiera en una mara, el miedo de que lo mataran la impulsó a hacerlo. “Yo no lo podía encerrar bajo llave y si no se metía a la mara me lo iban a matar”, se justificó.
Lady estudia en una escuela de la colonia El Milagro y no es la única de su clase que sufrió un evento traumático antes de cumplir los diez años. “Yo no tengo miedo cuando miro un muerto porque ya he visto muchos”, dice uno de sus compañeros, “yo una vez vi un descuartizado” dice otro de los alumnos y los demás se ríen; él se lo toma a la ligera.
“Los primeros muertos o hechos de violencia le van a impactar, pero uno no puede vivir permanentemente impactado porque se enfermaría, por eso se crea un mecanismo de defensa que es el acostumbramiento”, explica Garavito. “Hay una anestesia emocional, nos acostumbramos a vivir en esa situación de violencia donde ya no nos afectan muchas cosas que pasan. Los niños también se van acostumbrando y es peligroso que crean que eso es normal. Por eso es importante hacerle ver a nuestros hijos que esto no es normal, que no es sano y que va en contra de la naturaleza humana”, aconseja Sara Pereira.
En la escuela Niñas Guías de Noruega, muchos de los alumnos recuerdan un trágico día de feria. Uno de ellos, un pequeño morenito y regordete relata que estaba arriba de la noria y desde allí logró ver todo lo que pasaba, como lo hubiera visto un pájaro. Tres sujetos entraron con la pistola en la mano y dieron con el hombre que buscaban. La víctima llevaba a uno de sus hijos en brazos y cuando los vio sólo atinó a lanzar lejos al pequeño, para que no recibiera las balas. Abajo estaba Laura con sus papás, haciendo cola para subir a los carros chocones; cuando sonó la primera bala la mamá empujó a Laura bajo una tarima y desde allí lo vieron todo. Los demás niños cuentan que llegaron cuando ya el hombre estaba en el suelo, justo para ver a los hijos y a la esposa ahogarse en llanto.
En las demás escuelas sucede más o menos lo mismo. Niños que se aglutinan a describir cómo quedó un cadáver, o los balazos que sonaron anoche. Me acompaña la supervisora del Ministerio de Educación, y me advierte que llegaremos a Sacoj Chiquito, una aldea en jurisdicción de Mixco, “aquí es lo más duro, lo más violento”, confiesa, me cuentan que en lo que va del año ya han asesinado a tres de los alumnos, uno de ellos de tercero primaria.
Llegamos a una escuela ubicada en una pequeña colina. Personajes de Disney decoran las paredes y una cancha de baloncesto sirve también como patio de recreo. Subimos al aula de cuarto primaria, donde uno de los pupitres está vacío:
hace 20 días mataron al alumno que lo ocupaba. Los niños están tranquilos, leyendo en perfecto orden. Les explico quién soy y por qué estoy allí y luego lanzo la pregunta. ¿Alguna vez han visto un muerto? No responden. Nadie quiere hablar.
“A más violencia más inhibición. A más violencia más angustia interiorizada. A más violencia más shock y silencio”, dice Kepfer. “Lo que no se habla se vuelve síntoma”, comenta Garavito.
¿Cómo va a sobrevivir una sociedad si sus niños están totalmente expuestos a la violencia? “En lugares donde ha habido guerras, bombardeos y gran cantidad de muertos, no podemos decir que a lo largo de los años no han progresado. Han generado mecanismos para hacerlo”, explica Kepfer. “En Inglaterra durante la guerra se demostró que los niños que estaban con sus familias soportaban mejor los traumatismos y se enfermaban menos, mientras que los que eran separados se enfermaban más emocionalmente”.
“Un niño que tenga una familia unida y con valores va a replicar mucho menos la violencia que vea afuera”, comenta Pereira. “Si el niño crece en una familia donde no lo cuidan y no lo respetan, donde hay violencia, o donde los hijos crecen solos a merced de los amigos, obviamente están en alto riesgo de caer en conductas delincuenciales”.
La única salida es la familia. Si la familia no comparte los esquemas de violencia habrá esperanza, pero si los hermanos o los padres también delinquen, el riesgo es demasiado alto. “Los niños aprenden los valores en la casa y es allí donde deben aprender el respeto por la vida. La violencia que ven fuera podría ser una fuente de aprendizaje para los hijos, si los papás lo aprovechan para mostrarles que esas son cosas que están fuera de los valores de su familia”, comenta Pereira.
“Lo que determina a una sociedad, el pronóstico de estabilidad o de perjuicio, va a ser cómo la sociedad va restituyendo los duelos, los va reparando. Lamentablemente aquí ya tenemos una mala experiencia. De la firma de la paz para acá no hemos superado el duelo, no lo hemos enfrentado”, opina Kepfer.
A Lady le da mucho miedo que la próxima vez que haya una balacera su abuela se muera, o que un hombre apuñale a su padre para hacerse con su celular. Pero tiene que ser fuerte y aguantar. Tratar de no pensar en eso y levantarse por la mañana para ir a la escuela contenta, eso sí, nunca se olvida de vigilar bien el camino, de cerciorarse de que nadie la sigue, de que no haya motos cerca, de que los mareros no estén en la calle. Cuando llega a clases ya está exhausta.
Demasiadas tribulaciones para una niña de nueve años. La pregunta de la maestra me ronda por la cabeza sin parar, “¿qué vamos a hacer para salvar a nuestros niños?”.
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