Nadie, que yo sepa, se ha hecho rico publicando poesía. De hecho estaríamos muertos de hambre si no existiera el periodismo.
Por: Ana María Rodas
Leímos para usted:
Renato Lechuga García
Gestor y Planificador Territorial
Debo haber tenido catorce o quince años cuando llegué a la conclusión de que los poetas eran seres absurdos que tendrían que haber desaparecido al acabar el siglo XIX. Sucedía que entonces me sumergía con avidez en cuanta novela podía encontrar en la librería de Tuncho Granados, y aunque estoy segura de que había sin duda en aquellos anaqueles obras excelentes de poetas extraordinarios, me inclinaba hacia la narración y no veía nada más.
Devoraba, sobre todo, a escritores europeos y estadounidenses, a quienes les tengo, lo mismo que a Cortázar, a Onetti y a Carlos Fuentes a quienes leí más tarde, una deuda que jamás podré pagar aunque escribiera y escribiera y escribiera, que tampoco es lo mío. En ese sentido me parezco, salvando las distancias, a Rulfo, quien brilla poderosamente en el firmamento de la literatura universal con apenas dos libros y un libreto para cine.
Soy apasionada de James Joyce y de Asturias, y aunque ambos publicaron poesía, los amo por la prosa, no cabe duda. Mis lecturas, ahora, han cambiado un poco y me encuentro más interesada en la historia y en los ensayos sociológicos, que me ayudan a sobrevivir en medio de la penosa violencia.
Aquel concepto que tenía de los poetas se alimentaba, sobre todo, por los malos poemas que se publicaban entonces en los diarios guatemaltecos. No era de mi gusto aquel lenguaje hipermetafórico, pulido y planchado –cuando no verdaderamente cerril y descuidado— con el que los poetas celebraban el día de la madre o del árbol, porque así eran las cosas.
Por eso, cuando estaba en los treinta y me descubrí escribiendo poesía, me aterré y escondí los primeros poemas, que deben haber sido malucos. Adquirí el hábito de esconderlos entre libros o debajo de fajos de papeles, así que no era sino hasta que emprendía una campaña de orden que me daba cuenta de cuántos había acumulado. Me sucede lo mismo ahora, solo que se meten en diversas partes de la computadora y tengo que andarlos pescando sin hallarlos a todos porque hay infinidad de archivos en la máquina y ya no los controlo.
Nadie, que yo sepa, se ha hecho rico publicando poesía. De hecho estaríamos muertos de hambre si no existiera el periodismo, las cátedras en institutos y universidades, cosas así, que llenan mis días y los llenan con agrado, por cierto.
Pero la poesía tiene cosas misteriosas: se va sola por caminos desconocidos y cuando menos lo siente uno, llega una invitación a un simposio, a un congreso, a un festival de poesía. Y por una semana se evade una de lo diario y vive en hoteles de lujo y los ayuntamientos le otorgan diplomas de visitante distinguida, y en la calle las personas comentan que les gusta tales o cuales poemas, y las universidades le rinden homenajes, etcétera.
Nos volvemos cronopios, sinceramente. Y las famas nos rodean y nos admiran y nos aplauden. Y eso ya sería suficiente, pero viene lo mejor: el encuentro con amigos antiguos, la sorpresa de conocer a otros poetas, la alegría de andar juntos, los almuerzos en lugares maravillosos, las cenas a deshoras, los regresos con cansancio satisfecho a ese hotel en el que nos esperan canastas con fruta y chocolates de las buenas noches.
Y es que no hay nada comparable a esas andanzas en chumul, riéndonos porque la vida vale la pena, sentados a la mesa de un café hablando de la familia o los amigos. O entregándole a los más queridos, con toda discreción y hasta con pena, el ejemplar de algún poemario.
Con suerte, escogemos certeramente los poemas que habremos de leer en alguna ocasión y entonces abandonamos la sala, el aula, el parque o cualquier espacio que nos ha sido asignado con un sentimiento de plenitud, porque todos los poemas han sido comprendidos por el público, porque todos los poemas leídos, en su diversidad, han producido una antología efímera y perfecta.
Y los anfitriones sonríen y la piel les reluce porque los esfuerzos de un año –no es fácil reunir a esos animalillos aterciopelados que son los poetas, y preparar sus lecturas y sus reuniones y tantos otros detalles— han dado resultado. Y los poetas subimos a los aviones y nos desperdigamos por las cuatro esquinas del mundo, envueltos por el cariño y los cuidados, soñando con el próximo encuentro.
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