sábado, 17 de diciembre de 2011

La soledad de un niño


La soledad de un niño
Son niños y deben vivir como adultos. Se cuidan solos, se cocinan, pagan cuentas, piden hora al médico. En Chile, muchos padres que no cuentan con redes familiares ni recursos para pagar una nana o una niñera, están obligados a dejar a sus hijos solos mientras trabajan. Pasa en Las Condes, como en Puente Alto. Conversamos con Rocío, Heidi, Enzo y Thomas y, escuchándolos, ya no parecen niños.   

Por: Ana Callejas | Fotos Sergio López 

Leímos Para Usted: La Ceiba

Empresa En Gestión Y Planificación Municipal

Rocío Morales Rolando, de 10 años, lo tiene todo muy claro. Y enumera ese todo como si leyera instrucciones desde un pizarrón imaginario, que su voz grave recita con armonía nerudiana. Así, de memoria, pronuncia la lista de responsabilidades que debe cumplir durante la semana cuando tiene a su cargo el cuidado del departamento:
-Si salgo, siempre tengo que dejar la puerta con llave.
-Si salgo, siempre debo apagar el gas.
-Si salgo, hay que desenchufar las cosas y cortar la luz.
-Si tocan, no puedo abrirles la puerta a extraños.
-Tengo que cocinar algo de comida para mi hermano y para mí.
- Tengo que ayudar al Enzo para que estudie y haga sus tareas.
-Tengo que hacer mis tareas.
Rocío repite las indicaciones que su mamá, Paola Rolando, le dio cuando terminó su relación con el padre de sus hijos, y tuvo que enfocarse en su trabajo. Para Paola, eso significó menos tiempo en casa, y para Rocío fue el instante en que asumió el rol de dueña de casa. De ahí en adelante, la niña sintió que su vida dejaba de ser como la del resto de sus compañeras de cuarto básico en el colegio Alexander Fleming.
-Estoy acostumbrada a ser más independiente, a ser una niña grande, una mujer. Me siento más desarrollada, más madura. Soy como una mujer de veinte años. Lo noto en la forma en que me comporto. Mis compañeros salen del colegio y pasan el día con sus mamás y ellas les cocinan y todo. Se nota que a mis compañeros sus mamás les hacen la colación, pero a mí se me nota que yo me hago la mía -dice Rocío sentada en una de las bancas de la plazoleta que une a las cuatro Torres de Fleming ubicadas en Las Condes.
Estos edificios tienen negocios en sus pisos inferiores que van desde peluquerías a venta de cuadros y en los departamentos viven varias familias encabezadas por mujeres separadas, que pagan un arriendo no superior a los 300.000 pesos por un espacio de 60 metros cuadrados con tres piezas y terrazas. En esos 200 departamentos, al igual que en otras partes de Chile, hay distintos casos de niños que deben asumir el control de su hogar y de sí mismos mientras sus padres trabajan, porque la posibilidad de pagarle a alguien para que los cuide escapa de sus recursos. Sin una red de apoyo, de familiares, vecinos o amigos a quienes pedirles ayuda, muchos de estos padres ven como su única opción dejar que sus hijos sean sus propios guías domésticos, sobre todo en las familias monoparentales que en Chile son el 27,6 por ciento, según la encuesta Casen 2009.
Rutina doméstica Heidi y Rocío preparan comida a la espera de que lleguen sus madres del trabajo. Tienen 10 y 12 años.

Rocío y Enzo, su hermano de siete años, son parte de ese grupo de niños con tareas de adultos. Ven a su mamá antes de partir al colegio en las mañanas y luego se reencuentran con ella entre ocho y diez de la noche, hora en que Paola llega de su trabajo y en que después ellos se van a acostar. A su papá lo ven a veces los fines de semana.
"Si haces la tarea, te doy un chocolate", le dice Rocío a Enzo como método infalible para que su hermano no la haga rabiar y se apure con los ejercicios de matemáticas. El chantaje casi nunca falla y con eso logra que Enzo deje de gritarle que es una pesada, que le va a poner la canción de Sinergia "Te enojái por todo", que por qué no le permite ver tele, que cuándo podrá bajar a la plazoleta a jugar a la pelota, que tú no me mandas porque no eres mi mamá. Rocío aguanta la batalla. Arruga la frente y cruza los brazos, como imitando una postura intimidante para que Enzo ceda. Y funciona.
-A veces me porfía y se pone desordenado. Eso me aburre. Pero cuando él está en la escuela de fútbol y me quedo sola, me aburro mucho más, porque me quedo viendo tele y no tengo nada qué hacer. Ahí me meto a Facebook, chateo, escucho reggaetón o veo Yingo, aunque mi mamá me dice que mejor no vea ese programa -dice Rocío.
Hoy es uno de esos días en que se aburre por estar sola. Cuando esto sucede, llama a su mamá, le pregunta cómo está y le dice "te extraño" antes de colgar.
Cuando Rocío habla pareciera tener la introspección de una adolescente hasta que sale corriendo detrás de su perro Nehuén, y toda esa apariencia desaparece.
-Antes yo era como una niña que pertenecía a su edad. Me gustaría ver a mi mamá más seguido, pero sé que ella nos tiene que mantener de alguna manera y que como ya no está mi papá, entonces... Yo tengo que ayudar -dice Rocío.
Pero han existido ciertos retos en esta etapa de responsabilidades y autocuidado que la han superado. Aún recuerda la primera vez que tuvo que sacar dinero de un cajero automático cuando tenía siete años y los nervios hicieron que olvidara todo. Qué es una chequera electrónica, qué es una cuenta corriente, qué pasa si aprieto esto. Los números, las cifras, los botones adecuados, se convirtieron en una adivinanza que la dejaría casi llorando cuando no recordaba cómo sacar la tarjeta de la máquina. Llamaba a su mamá, pero ella estaba en una reunión, y no respondería hasta media hora después. En ese rato a Rocío sólo le importaba no perder la plata ni la tarjeta y que no entrara alguien para asaltarla. Nada sucedió. Hoy, lo que más le ha costado es cuidar a Enzo cuando le enseña a cocinar.
Pequeña mamá "A los ocho años tuve que cuidar a mi hermano Benjamín cuando él era una guagua. Mis papás son separados, mi mamá trabaja y mi hermano mayor también, así que ellos no nos pueden cuidar", recuerda Fernanda Gutiérrez,  de 9 años. 

-Él ya puede hacer hamburguesas, pero el otro día se quemó con aceite, porque aún no sabe controlar el fuego. Yo aprendí a los cinco años a cocinar. Ahora hasta hago pie de limón y lasaña. Pero eso sólo lo hago cuando me junto con mi amiga Heidi -dice.
Heidi Fritsch López, de 12 años, va en sexto básico del Liceo Amanda Labarca y es la mejor-mejor-mejor amiga de Rocío, como a ellas les gusta mencionar. Cuando están juntas, Rocío se relaja. Se ríe más. Corre más. Heidi, rubia y ex cheerleader amateur, pasa a ser algo así como su mamá. Le dice que se quede quieta o la observa desde lejos con preocupación, mientras Rocío corre por la plazoleta del edificio, que tiene más cemento que árboles y una pileta sin agua. Aquí pasan gran parte del tiempo libre que les queda cuando cada una termina de cumplir sus tareas domésticas.
Heidi también se queda sola después de que sale del colegio. Es hija única, su papá vive en Argentina y su mamá vuelve de su trabajo como contadora a las siete de la tarde. Desde hace tres años que debe prepararse la comida, usar redbanc para comprar en el supermercado cuando no tiene qué cocinar e ir sola al doctor después de pedir hora por teléfono si está enferma, cosa que le ocurrió cuando se fracturó un dedo, hace un mes. Su mamá le deja la tarjeta del banco, le da la clave y le dice "no se la des a nadie", en caso de que necesite dinero. Ella ya sabe cómo ocupar el Transantiago sin problemas -su mamá le dice que jamás se siente en la parte de atrás del bus-, aunque en algunas ocasiones ha pasado de largo, porque no alcanza a ver qué paradero es el que viene.
La segunda casa Tomás pasa las tardes en la plazoleta abajo de su departamento. Él controla su horario y pone sus límites. 

-Al principio me daba nervio quedarme sola, era muy extraño. El primer día que estuve así llamé cada cinco minutos a mi mamá. Después me iba en el furgón pensando "ay, qué lata, tengo que llegar a hacerme el almuerzo y a mis compañeros, cuando llegan, ya se los tienen listo". Pero ahora ya me controlo sola y mi mamá confía en mí.
No tiene que decirme que lave los platos, porque yo me hago responsable. Se me hace más fácil cuidarme sola, porque ahora me encuentro una persona que es capaz de todo -dice.
Como ya es fin de año, ella sale a la una de la tarde del liceo, y está más rato encerrada en un departamento sin muchos muebles. Un póster gigante de Hannah Montana cubre la puerta de su dormitorio. Aquí recibe a Rocío y a veces cocinan juntas o se prestan alimentos si a la otra le falta algo. En caso de que Rocío se demore mucho en avisarle que ya llegó del colegio, ella le manda un mensaje por Facebook o la pasa a buscar a su departamento.
Pero eso es ahora. Antes a Heidi le daba terror salir de su casa sola. Mataba las horas frente al televisor, porque tenía miedo de bajar y toparse con los grupos de jóvenes que se juntan en las esquinas de su edificio a tomar cerveza y vino en caja. Además, no tenía a una amiga como Rocío para hacerse compañía.
-El próximo año voy a tener otro encargo. La Rocío se va a ir todos los días a mi casa, voy a tener que cuidarla, porque seré su niñera oficial -dice Heidi, sin esconder cierto orgullo por el nuevo trabajo que arreglaron las madres de ambas.
Al otro lado de Santiago, en Puente Alto, varios niños en situaciones similares a las de Rocío, Enzo y Heidi tienen un lugar para pasar las horas en que sus padres no pueden cuidarlos. Gracias a un programa municipal, 260 niños llegan a distintas casas en las que mujeres que han aprobado los exámenes psicológicos y de calificación requeridos, los atienden como si fueran sus hijos. Los hogares de cuidadoras partieron en 2004 como una respuesta a la necesidad que había sobre todo en las zonas más vulnerables para asistir en la crianza de estos menores, que de otra forma estarían sin supervisión en sus casas y expuestos a los problemas de delincuencia y droga que se daban en sus barrios.
Ese programa era mantenido por el Sename, hasta que en 2008 el servicio decidió que "estos recursos era preferible reinvertirlos en niños que vivían en mediana complejidad de negligencia, maltrato y delito, porque ahí teníamos también una gran demanda. Consideramos que el tema escapaba del Sename, y transferimos a otros organismos estatales como el Sernam y el Mineduc esta necesidad. No se llamó a una nueva licitación del programa Cuidado Diario y reinvertimos los recursos en otras áreas", dice Angélica Marín, jefa del departamento de protección de derechos del Sename. 
Durante 2007 hubo un aumento de los casos de negligencia, pasando de 9.711 menores atendidos a 11.923 en 2010. Se trataba de niños que, según la definición oficial de negligencia que tiene el Sename, sus padres o cuidadores no cumplieron con sus necesidades básicas como alimentación, vestimenta, higiene y protección en las situaciones potencialmente peligrosas, además de darles educación y cuidados médicos.
En la Municipalidad de Puente Alto dicen que tienen lista de espera con padres que quieren incluir a sus hijos en el programa de cuidadoras, pero que los recursos salen del presupuesto municipal y no pueden ampliar el programa, situación que no sucedía cuando Sename lo financiaba.
Y en esa comuna, a cinco minutos de la municipalidad, en la Villa Bernardo Leighton, en una de las casas de cuidadoras, dos niñas recuerdan cómo era su rutina antes de estar en estos hogares.
-Estaba encerrada en mi casa. Mi hermano mayor era el que tenía la llave, y si él no llegaba, me quedaba en la calle esperando. Tampoco estudiaba, y tenía mucha lata por hacer las tareas; no las hacía nunca y no me iba bien. Ahora mejoré mis notas un poco -dice Catalina Araya, de diez años.
-A los ocho años tuve que cuidar a mi hermano Benjamín cuando él era una guagua. Corría por toda la casa detrás de él. Mis papás son separados, mi mamá trabaja y mi hermano mayor también, así que ellos no nos pueden cuidar -recuerda Fernanda Gutiérrez, quien hoy tiene nueve años y aprendió a cocinar hace tres.
Ambas niñas forman parte de un grupo de diez menores de hasta 14 años que llegan todos los días a una casa ubicada en calle Abogado. Programas como estos, de organización municipal, no están en todas las comunas de Chile, pero sí existe un proyecto del Sernam llamado De 4 a 7, que ofrece a los niños de estratos más vulnerables y de 47 comunas atención durante esas horas de la tarde en colegios de las municipalidades adheridas.
Thomas Fields, de diez años, se pasea con su pelota de fútbol por la plazoleta de las Torres de Fleming. Molesta a Rocío y a Heidi un rato, les dice que son unas mini mujeres, porque hoy andan con vestido, y que están muy feas para que alguien les saque foto. Esa rutina es común para Tomy. Desde que sale del colegio pasa todo el día jugando a la pelota hasta las ocho o nueve de la tarde, horario en que su mamá deja de atender un negocio cercano al departamento, en que también vive el hermano mayor de Tomy, de 13 años. Cuando Rocío y Heidi lo ven, le dicen que se vaya, y Tomy agarra su pelota un rato y repite que para el amor no hay edad y que por eso fue pololo de Heidi. Las niñas lo niegan y parten a los pastos aledaños de los edificios para hacer una guerra con bombas de agua, a ver si con eso el calor disminuye. Tomy se queda en una banca. Cuenta que siempre anda con niños mayores que él, que le gusta estar con ellos hasta tarde en la plaza y participar en algunas de sus fiestas.
-Me gusta andar solo. Me da lata que mi mamá no pueda estar más con nosotros, que tenga que trabajar tanto, pero es mejor así, porque eso lo hace para que podamos alimentarnos y vivir sin mi papá. Aunque me gusta lesear, igual me porto bien, porque no quiero que ella pase rabias. Sé que se sacrifica harto por nosotros -dice Tomy, por primera vez sin reírse cuando habla.
Ya dan las siete de la tarde. La mayoría de los niños se retiran de a poco a sus departamentos. Pronto dejarán de jugar. Tomy se queda un rato dando golpes a la pelota. Rocío y Heidi vuelven con sus ropas mojadas hacia sus respectivas torres. Y Enzo todavía no regresa de la escuela de fútbol. Hoy ya cerrarán la jornada. Mañana será otro día para jugar a ser adultos.

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