miércoles, 28 de abril de 2010

Políticas agrarias y desarrollo rural en Guatemala

Los empresarios, más que preocuparse por leyes, deberían invertir decididamente en el desarrollo rural.


Leímos para usted: Renato Lechuga Gestor y Planificador Territorial
Gustavo Porras C. gporras@sigloxxi.com


El tema del desarrollo rural está en la orden del día, debido a que el Congreso tiene en su agenda una ley de desarrollo rural que ya cuenta con dictamen positivo, y que fue pactada entre el gobierno y un conjunto de organizaciones campesinas. Dicha ley le ha puesto los pelos de punta al empresariado en general y a los del agro en particular, a pesar de que la propia ley señala que todo su contenido está sujeto a lo que la Constitución dispone: por consiguiente, la deja sin dientes. 
Pero el fondo del asunto no es la ley sino el desarrollo rural. En el tema de la tierra, tanto la experiencia internacional como la nuestra evidencia que, mientras menores son las opciones de otras ocupaciones o empleos dignos, mayor es la presión sobre la tierra. Una investigación del historiador Julio Castellanos Cambranes sobre el movimiento del padre Andrés Girón mostraba, por ejemplo, que una parte significativa de sus integrantes eran personas que habían recibido tierras en los repartos agrarios de Castillo Armas, pero que las habían enajenado de diferentes formas para emprender negocios de distinto tipo; fracasaron en el intento y por ello se convirtieron en obreros agrícolas, en el momento que el algodón se extendía como una plaga. Tronó el algodón y se quedaron desempleados. Entonces de nuevo demandaron tierra.
El ejemplo anterior no es absoluto. Hay otros factores, además de las tradiciones culturales, que le dan a la tierra un valor especial entre la población rural de Guatemala. Uno de ellos, pienso yo, es la inseguridad en su más amplia acepción. Una larga historia de arbitrariedades les ha enseñado a los trabajadores agrícolas que, para muchos patronos, los derechos laborales se convierten fácilmente en letra muerta, y para las autoridades del ramo también. No pocas ocupaciones de fincas se deben a una forma de reclamar salarios o prestaciones no pagadas, sobre todo a propósito de la crisis del café. Por ello, obtener un empleo no es, ni mucho menos, sinónimo de seguridad y estabilidad. Así las cosas, mejor contar con un pedazo de tierra. Pero querer tierra no es sinónimo de vocación de agricultor ni de aptitudes para ser comercialmente viable; porque no se trata de multiplicar la agricultura de subsistencia sino el pequeño productor competitivo, como ya lo son decenas de miles de campesinos involucrados en los llamados “nuevos cultivos de exportación”.
Además, el tema agrario sólo es uno de los componentes del desarrollo rural. El otro es lo ya mencionado con relación a una oferta de ocupaciones y empleos dignos. A pesar de un ritmo históricamente lento pero cada vez más veloz, Guatemala se está convirtiendo en un país urbano y alfabetizado. Hoy, prácticamente todos los niños están en la escuela, por deficiente que ésta sea; difícilmente esos niños —y menos aún sus hijos— querrán ser campesinos. En cambio, cada vez más están preparados para una diversidad de ocupaciones.
Aun sin el apoyo público que se requeriría, el desarrollo rural se está produciendo, y en mi opinión es la tendencia fundamental y más promisoria de nuestra economía: pero esto no ocurre en toda la dimensión necesaria ni tampoco es integral. Es a puro esfuerzo propio y no llega hasta la población en extrema pobreza. Pero basta recorrer el país para constatar los profundos cambios que están ocurriendo por multiplicidad de causas, no todas ellas legítimas. Los empresarios, más que preocuparse por leyes, deberían invertir decididamente en el desarrollo rural. Harían un excelente negocio y ensancharían el camino para la estabilidad del país.

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